miércoles, 17 de septiembre de 2008

¿SON LOS TRASTORNOS PSICOLÓGICOS ENFERMEDADES COMO OTRA CUALQUIERA?












SON LOS TRASTORNOS PSICOLÓGICOS ENFERMEDADES COMO OTRA CUALQUIERA?

Escrito por Jesús Cáceres

sábado, 26 de abril de 2008
En la actualidad en el campo de la Psicología Clínica se están produciendo reflexiones muy interesantes sobre las manipulaciones interesadas de las industrias farmaceúticas para influir en la opinión pública, en los políticos y en los profesionales, con la intención de conseguir y consolidar una interpretación de las dificultades corrientes de nuestras vidas como trastornos mentales y de estos como enfermedades.
Pudiera parecer un asunto demasiado específico y técnico, pero nos está afectando en nuestra vida cotidiana en la medida que pensamos, sentimos y actuamos en función de nuestras interpretaciones, que son creadas en nuestro entorno social.
Se adjunta a continuación un artículo de la revista INFOCOP del Consejo General de Colegios Oficiales de Psicólogos, referido



¿SON LOS TRASTORNOS PSICOLÓGICOS ENFERMEDADES COMO OTRA CUALQUIERA?





Marino Pérez Álvarez. Universidad de OviedoFecha de publicación 22/04/2008 6:04:00ISSN


1886-1385 © INFOCOP ONLINE 2007




Tal y como anunciábamos ayer, Infocop abordará, en dos artículos y una entrevista, diferentes problemáticas y matices de la intervención en salud mental, que pasarán por preguntarse sobre la ausencia de profesionales de la Psicología en el SNS y su falta de reconocimiento por parte de las autoridades.En el artículo que hoy publicamos, Marino Pérez, Catedrático de Psicopatología de la Universidad de Oviedo y coautor del polémico libro La invención de los trastornos mentales. ¿Escuchando al fármaco o al paciente?, problematiza sobre el concepto de enfermedad mental en el que se basan buena parte de los profesionales de la salud, así como de sus implicaciones en la atención sanitaria que se ofrece.
Aunque el DSM-IV y CIE-10 no utilizan el término enfermedad sino el de trastorno, traducción de disorder, en los contextos clínicos y, en particular, en Atención Primaria y en Salud Mental, se da a entender, si es que no se da por hecho, que los problemas psicológicos (psiquiátricos o mentales, que en esto no hay caso ahora) son "enfermedades como otra cualquiera".

Modelo de enfermedad mental al uso en contextos sanitarios

El modelo de enfermedad al uso en contextos sanitarios es tan simple como falaz. Consiste básicamente en definir el problema presentado por un listado de síntomas y suponer que deriva de un desequilibrio neuroquímico (González Pardo y Pérez Álvarez, 2007: 32-37).

La definición del problema por un listado de síntomas viene facilitada por los sistemas de clasificación establecidos: DSM o CIE. Dejando aparte muchas otras cuestiones relativas a estos sistemas, el punto ahora es que el problema consultado queda reducido a unos cuantos síntomas. Con tal de reunir 5-6 de una serie de 10 ó 12, uno ya sería acreedor de un diagnóstico formal (depresión, ansiedad, trastorno de pánico, fobia social, etcétera). De esta manera, el problema del paciente no sólo queda reducido a una lista de síntomas (un síndrome), por lo común, aquéllos que son sensibles a la medicación, sino recortado de su vida, de su contexto biográfico y circunstancias personales.

El problema resulta, pues, descontextualizado de su sentido psicológico. En general, la entrevista diagnóstica para el médico de Atención Primaria, y en su caso el psiquiatra, viene a ser un puzzle en el que el paciente tiene las piezas y el clínico trata de encajarlas en un cuadro, escogiendo unas y dejando fuera otras. Una vez resuelto dicho puzzle (diagnóstico), lo siguiente es la prescripción del psicofármaco de turno. En adelante, lo que hace el clínico es preguntar por los síntomas cara a mantener, subir o bajar la dosis o cambiar de preparado, un procedimiento conocido como "escuchar al fármaco" ("escuchando al Prozac"), no precisamente a la persona. Ciertamente, no habría por qué perder mucho tiempo escuchando a la persona si, como se supone, su trastorno deriva de un desequilibrio neuroquímico.

Por su parte, el desequilibrio neuroquímico es más algo supuesto por el modelo psicofarmacológico que evidenciado por la investigación psicopatológica. Sin menoscabo de la existencia de desequilibrios químicos en la base de ciertas enfermedades (sea por caso el de la glucosa en relación con la diabetes), lo cierto es que no está establecido ningún desequilibrio neuroquímico específico en relación con ningún trastorno mental. De hecho, tales supuestos desequilibrios, incluyendo el tan socorrido de la serotonina en relación con la depresión son, en realidad, más dispositivos del marketing farmacéutico que hallazgos científicos.

Así pues, el modelo de enfermedad al uso en relación con los trastornos psicológicos está sustentado por dos patas falsas: la falsificación del problema, al reducirlo a unos cuantos síntomas desprovistos de sentido personal y la falacia del desequilibrio neuroquímico como supuesta causa a remediar.





¿Es mejor estar ‘enfermo’ que tener un problema psicológico?

Incluso sin fundamento científico ni clínico, la noción de enfermedad aplicada a los trastornos psicológicos podría ser defendida en aras de la reducción del estigma, como así viene ocurriendo en los últimos años. En efecto, profesionales de salud mental, sin duda bien intencionados, abogan por enseñar a la gente que los problemas mentales son enfermedades como otra cualquiera. Se supone que la compasión y benevolencia dispensada a los enfermos de condiciones fisiológicas serían extensibles y beneficiosas para aquéllos con trastornos mentales. Más en particular, el objetivo es que así los pacientes serían vistos como víctimas de enfermedades más allá de su control y, consecuentemente, no serían culpables de su problema. El culpable sería el cerebro y una suerte de lotería genética negativa.

El caso es que la noción de enfermedad, lejos de evitar el estigma es, en realidad, estigmatizante. Así, se ha visto que las personas con supuestas enfermedades mentales son tratadas con distancia y consideradas como imprevisibles y poco fiables, incluso por los familiares y los propios clínicos (Read, Haslam, Sayce y Davies, 2006; Van Dorn, Swanson, Elbogen y Swartz, 2005). Así mismo, a los pacientes a los que se les da a entender que el trastorno tiene causas biológicas, consideran que el tratamiento requerido llevará más tiempo, son más pesimistas acerca de la mejoría y adoptan un papel más pasivo ante los clínicos y su propio problema que si se les da a entender que tiene causas psicológicas (Lam y Salkovskis, 2007).

Es más, las personas con problemas caracterizados en términos de enfermedad son tratadas con más dureza que si lo hacen en términos psicológicos, como se ha visto en estudios experimentales, siguiendo el paradigma de Milgran. Los participantes llegaban a aplicar supuestamente shocks más fuertes en una tarea de aprendizaje a los "aprendices" que, según se había sugerido, habrían padecido una "enfermedad mental", que a los que habían tenido "dificultades psicológicas" o nada en especial (Metha y Farina, 1997). Esto apunta a que la "condición biológica" genera el estigma de ser diferente, dando lugar a la conocida forma de deshumanización mecanicista, en la que los seres humanos son vistos como autómatas, inertes, rígidos y carentes de autonomía (Haslam, 2006). Es bien posible que todo esto tenga que ver con la usual estrategia de "escuchar al fármaco" más que a la persona propiamente. Por supuesto que se habla con la persona, pero es más por cortesía y buena educación que para analizar y entender su problema y, en definitiva, tomarlo como un asunto personal.

En consecuencia, la política de que los trastornos psicológicos son como cualquier otra enfermedad no sólo no ha evitado el estigma sino que lo ha aumentado en varias dimensiones más. Por el contrario, la presentación de los problemas psicológicos como lo que son (problemas, dificultades, crisis) no es estigmatizante y es a la vez política y científicamente correcta.

Pero, ¿es que no son útiles los psicofármacos?

Con todo, no se negaría la utilidad de los psicofármacos. Ahora bien, se deberían utilizar como lo que son: sintomáticos, en esto como los antigripales; y protésicos, cual ayudas artificiales y provisionales. Artificiales porque la solución bioquímica no es homogénea con la naturaleza psico-social del problema y provisionales porque deberían aplicarse por un tiempo limitado del orden, por ejemplo, de 3-6 meses y no de los años y años que suelen, lo que evidencia su ineficacia (como si la escayola para un brazo tuviera que llevarse durante ocho o más años). Se da la paradoja de que se prescribe la medicación por un tiempo breve y después se mantiene para evitar el efecto de retirada, una vez que el paciente se ha "habituado" en varios sentidos.

Respecto a la posible combinación de psicofármacos y terapia psicológica, por razonable que parezca, la verdad es que sus resultados no compensan sus costes. En general, la combinación no es mejor que lo que cada una de las terapias ofrece por sí misma y aún podría ser contraproducente en algunos problemas cuando, por ejemplo, la terapia psicológica consiste en afrontar ciertas experiencias que la medicación apacigua (pensando en psicoterapias de exposición, experienciación o aceptación). Por otro lado, si alguien está tomando medicación difícilmente va a tomar en serio la psicoterapia. Curiosamente, la mayor defensa de la combinación viene, por lo general, de las guías sustentadas por la industria farmacéutica. Pareciera que con tal de dar medicación, por qué no también psicoterapia (un poco de charla a la par de la pastilla, pero ésta que no falte). (Véase González Pardo y Pérez Álvarez, 2007, cap. 15).

Puestos a hablar de combinación, la recomendación más adecuada sería empezar con terapia psicológica y contemplar la medicación después de, al menos, diez sesiones de aquélla si se viera todavía conveniente. La terapia psicológica lleva su tiempo, pero en la escala de una medicación de años o de por vida, unas diez sesiones es sin duda una terapia breve y, considerando todo lo que hay que considerar, más económica que la medicación, como ha mostrado el informe sobre la depresión de la London School of Economics (LSE, 2006).





Los trastornos psicológicos no son enfermedades

La cuestión de fondo es que los trastornos psicológicos (psiquiátricos o mentales) no son enfermedades como otra cualquiera, como la diabetes o la artritis según se comparan a menudo. Los trastornos psicológicos no son tipos o entidades naturales como pueden serlo las enfermedades propiamente, sino tipos prácticos o entidades interactivas, susceptibles de ser influenciadas por el conocimiento, interpretaciones y explicaciones que se den de ellas (o de las experiencias y conductas de las que derivan tales entidades) en el contexto clínico de la "entrevista psiquiátrica" y en el extra-clínico de la cultura popular y la "sensibilización de la población" (Hacking, 2001; González Pardo y Pérez Álvarez, 2007). La interpretación y explicación que demos de nuestra diabetes no altera el metabolismo de la glucosa, pero la interpretación y explicación cultural y clínica de la depresión y la ansiedad influye en su realidad, convirtiéndola, por ejemplo, en una enfermedad vivida como otra cualquiera (pero no porque lo sea realmente) o en un problema de la vida del que la propia persona sería un agente activo en su solución, y no necesariamente el paciente pasivo de un presunto desequilibrio neuroquímico.

Las terapias psicológicas tienen su base precisamente en esta condición práctico-reconstructiva e interactiva del problema presentado. De hecho, consisten en ayudar a la gente no sólo a entender su problema, sino también a desarrollar poder y habilidades en relación con las experiencias y situaciones que de otra manera, dada la cultura y la política predominantes, les convertiría fácilmente en pacientes de supuestas enfermedades, a expensas de una medicación a menudo crónica.

Llegados aquí, la pregunta sería qué es lo que quiere la sociedad: ¿pacientes consumidores de psicofármacos, por no decir drogodependientes del Sistema Sanitario; o personas usuarias de servicios psicológicos que les ayuden a solucionar sus problemas, dificultades o crisis?

Referencias bibliográficas:

González Pardo, H. y Pérez Álvarez, M. (2007). La invención de trastornos psicológicos. ¿Escuchando al fármaco o al paciente? Alianza Editorial.

Hacking, I. (2001). ¿La construcción social de qué? Paidós.

Haslam, N, (2006). Dehumanization: an integrative review. Personality and Social Psychology Review, 10, 252-264.

Lam, D. C. K. y Salkovskis, P. M. (2007). An experimental investigation of the impact of biological and psycological causal explanations on anxious and depressed patients’ perception of person with panic disorder. Behaviour Research and Therapy, 45, 405-411.

LSE (2006). The Depression Report. A New Deal for Depression and Anxiety Disorders. The Centre for Economic Performance’s Mental Health Policy Group.

Metha, S. y Farina, A. (1997). Is being ‘sick’ really better? Effect of the disease view of mental disorder on stigma. Journal of Social and Clinical Psychology, 16, 405-419.

Read, J., Haslam, N., Sayce, y Davies, E. (2006). Prejudice and schizophrenia: a review of the ‘mental illness is a illness like any other’ approach. Acta Psychiatrica Scandinavica, 114, 303-318.

Van Dorn, R. A, Swanson, J. W., Elbogen, E. B. y Swartz, M. S. (2005). A comparison of stigmatizing attitudes toward persons with schizophrenia in four stakeholder groups: perceived likelihood of violence and desire for social distance. Psychiatry, 68, 152-163.

Psicofármacos y “la ilusión de no ser”

http://www.pagina12.com.ar/diario/psicologia/9-111353-2008-09-17.html

PSICOLOGIA › SOBRE LA MEDICALIZACION DEL MALESTAR PSIQUICO
Psicofármacos y “la ilusión de no ser”
El autor observa cómo “la ansiedad, la tristeza, la imposibilidad de conciliar el sueño, la inquietud de los niños, las dudas que afectan a mujeres y hombres actuales, son tratadas como enfermedades”.

Por Emiliano Galende *
Los problemas de la salud mental se han expandido, su complejidad se ha hecho evidente por sí misma. De lo que se trata hoy va más allá del asilo, las cadenas, el encierro, el adoctrinamiento simbólico por la institución de la psiquiatría. El encierro, la contención y el disciplinamiento mismo pueden dejar de ser necesarios si la ideología psiquiátrica positivista logra imponerse definiendo la condición de “paciente” como ajena al dominio de la experiencia humana con sentido. Si la ansiedad, la tristeza profunda, la imposibilidad de conciliar el sueño, la inquietud y desatención de los niños, las obsesiones y las dudas que afectan a mujeres y hombres de nuestro tiempo son aceptadas como enfermedades y pasibles de su tratamiento por medios técnicos artificiales, esta psiquiatría positivista habrá finalmente consumado sus objetivos, ahora por medios menos violentos con los que persiguió este mismo objetivo en el siglo XIX y en los manicomios actuales. Si se logra definir que estas emociones y sentimientos humanos son “procesos patológicos”, no importa tanto si se lo atribuye al cerebro, a lo medioambiental o a la sociedad, nadie podrá en su sano juicio pedirle a la gente común que no trate de librarse de él por medio de algún remedio.
D. Ingleby señala: “La psiquiatría carga sobre sí misma la responsabilidad del dolor y la frustración de las personas; confisca sus problemas, los redefine como ‘enfermedades’ y (con suerte) extermina los síntomas. Venid a mí, todos los que trabajáis y estáis sobrecargados y yo os daré... olvido. A medida que este aparato se perfeccione, más y más se aleja hacia el futuro el objetivo de una sociedad verdaderamente adecuada para que en ella vivan los seres humanos”.
Desandar la enorme mistificación de la vida y sus padecimientos que los códigos de la psiquiatría han edificado en sus doscientos años de existencia, agregando la nueva fuerza y los enormes recursos económicos que le aporta su sociedad innegable con la industria farmacéutica no resulta tarea sencilla. Pero cabe confiar que este poder exacerbado actualmente, esta nueva hegemonía del antiguo positivismo, como nos lo enseña la historia, está a la vez anunciando su decadencia y su imposibilidad de respuesta a lo esencial del sentir y el pensar del hombre.
En la situación en que estamos hoy en el campo de la salud mental, es ineludible preguntarnos acerca de por qué razones la gran conmoción intelectual y política de los años sesenta, que cuestionó y puso en crisis todo el edificio doctrinario y práctico de la psiquiatría positivista y de la institución asilar, desde su saber, su metodología, su estilo intelectual de conocimiento, que llevaron a un replanteo de sus prácticas diagnósticas y sus tratamientos, no logró detener esta tendencia histórica a la recaída en el antiguo positivismo biológico. Reconocemos que en muchos países, especialmente de Europa, este período dio lugar a grandes reformas en los sistemas de atención, el cierre de hospitales psiquiátricos y su reemplazo por servicios comunitarios, el vuelco de la atención al primer nivel del sistema de salud y la inclusión de otros profesionales en las prácticas del sector (psicólogos, trabajadores sociales, enfermeros, etc.). No ocurrió así en los países llamados periféricos, que manteniendo lo esencial del modelo asilar fueron mucho más rápidamente aptos para la instalación de esta nueva medicalización de la vida. Si bien la crisis de los años sesenta estaba planteada en la psiquiatría y la institución asilar, abarcó y tuvo impacto en el conjunto de las ciencias humanas. La deconstrucción de la institución psiquiátrica develó al mismo tiempo los juegos entre el poder de las disciplinas, su papel como aparatos ideológicos (Althusser), su función social de disciplinamiento y control (Foucault). El develamiento de un mismo régimen de “institución total” mostrado por Goffman en el hospital psiquiátrico, la cárcel, los institutos de menores, se constituyó en un nuevo indicador para comprender la función sobre la subjetividad de este poder institucional. Las convincentes demostraciones de Foucault en relación con las formas del saber y su relación con la dominación, capaces de generar formas de subjetividad con la marca de la disciplina, que llevaron a conceptos hoy vigentes en las ciencias sociales como el de “institucionalización” y “producción subjetiva”. La emergencia de un nuevo modo de comprender por el cual se devela que las teorías no son reflejo de ninguna realidad objetiva sino constructoras de su objeto, surgido en estos años y hoy reconocido en todas las disciplinas humanísticas. La crítica al positivismo en la medicina y en el campo de la salud, que influyó y hoy sostiene mucho de los movimientos de Salud Colectiva. El retorno a la compresión de la subjetividad como agente a la vez no autónomo ni consciente de su propia producción, que inspira (especialmente por influencia del psicoanálisis) muchas de las teorías sociales y políticas vigentes.
Todos estos cambios intelectuales se dieron en forma conjunta mostrando lo fecundo de aquellos nuevos principios de la crítica, que ponían sobre la escena social a los grandes críticos de la razón moderna, Marx, Nietzsche, Freud, cita obligada en toda la producción de una nueva cultura intelectual. Los movimientos críticos de la psiquiatría formaron parte de este giro en los modos de pensar y hacer, uniendo a una racionalidad crítica la defensa de los derechos humanos, el cuestionamiento al autoritarismo de la disciplina, la función ideológica que cumplía la institucionalización. Especialmente los llamados movimientos de la antipsiquiatría (Laing, Cooper, Basaglia, Castel, Szasz) y también de otros que, sin la oposición antipsiquiátrica, se propusieron desarrollar una nueva interpretación del sufrimiento mental en relación con la cultura y la vida social (Marcuse, Sayers, Wing, Brown, Ingleby, Fanon, Sennet, Esterson, Mannoni, Busfierd, etc.)
Es probable que no haya una única respuesta a esta situación, de hecho queda la pregunta ya formulada de cuánto los cambios en la cultura de estos años han influido, han hecho más funcionales a los criterios de la psiquiatría las creencias y los comportamientos prácticos de las personas. Quiero al menos intentar una respuesta, enfocando uno de los nuevos poderes en este campo, me refiero a la industria farmacéutica. Poder no desestimable si tenemos en cuenta que (en 2004) vendió cerca de seiscientos mil millones de dólares y que la producción y venta de psicofármacos, rubro medio hasta los años ochenta, alcanza en los últimos años los primeros puestos entre la venta general de medicamentos.
Está claro que este nuevo mercado no puede dejar de proteger e incrementar sus intereses económicos, y estos intereses vienen de la mano de la investigación científica. Está claro que de ninguna manera cuestiono el valor de la investigación y la ayuda financiera de la industria a esta investigación, ni tampoco desconozco el valor de alivio que estos nuevos psicofármacos significan para muchas personas; lo que trato de comprender es el funcionamiento social real de este poder económico en el campo de la salud mental. Hubo en estos años al menos tres procesos, relativamente nuevos para el campo de la salud mental, que tenían antecedentes, aun cuando en menor escala, en la medicina general. En primer lugar, la industria aplica enormes recursos económicos a la investigación neurobiológica y genética, en gran parte dirigidos a la producción de nuevas moléculas químicas; un noventa por ciento de la investigación actual en este sector está financiada por la misma industria, en laboratorios propios, financiando universidades y laboratorios privados. Es obvio que la producción científica está direccionada a la producción de conocimientos en el cual se alimenta hoy gran parte del saber de los psiquiatras. En segundo lugar, desde hace años, bajo el eslogan de la “década del cerebro”, la industria desarrolla una política amplia de difusión, dirigida a crear y fortalecer el mercado para sus productos. Estos objetivos se dirigen en dos direcciones. Por un lado, a través de medios masivos de comunicación: periódicos, revistas, televisión, noticieros, documentales en cine, etc., en los cuales se anuncian periódicamente nuevos descubrimientos “científicos” sobre el comportamiento humano y sus malestares, e indica que la “ciencia está tras ellos” para combatirlos: pronto estará el anuncio del nuevo remedio (ver la campaña por el alprazolan en Estados Unidos, luego por la foxetina, últimamente por el Viagra). Por otra parte, una política similar de propaganda se dirige al sector profesional (que es el que en definitiva vende estos productos): artículos en revistas científicas, publicación de nuevos estudios, financiando libros y revistas, organizando simposios donde se exponen los nuevos productos y sus beneficios, financiando la realización de congresos. Gran parte de la literatura científica actual sobre las neurociencias y la aplicación de fármacos en psiquiatría proviene de esta industria. En tercer lugar, asistimos, como parte de esta política, a una nueva asociación entre la industria farmacéutica y las corporaciones de los especialistas. Por esta asociación la industria financia la realización de congresos, las publicaciones de las asociaciones profesionales, viajes de placer, jornadas especiales sobre un nuevo producto, etc. Quienes asisten últimamente a estos congresos podrán observar que su montaje es progresivamente más dependiente de los laboratorios y sus criterios de comercialización que de los criterios científicos de la disciplina. Muchas de estas actividades están dirigidas a promover determinados liderazgos científicos entre profesionales más aptos para plegarse a los objetivos comerciales de la industria. En su conjunto, todas estas acciones convergen para potenciar la medicalización, generar la ilusión de que para cada malestar de la existencia tendremos el remedio adecuado para eliminarlo, sin necesidad de detenernos en preguntarnos por sus razones. Es tal la magnitud de este nuevo poder, y de esta asociación con las corporaciones profesionales, que recientemente se está promoviendo en el ámbito legislativo en Estados Unidos una ley para limitar y controlar esta relación económica entre industria y profesionales.
* Fragmento del libro Psicofármacos y salud mental. La ilusión de no ser, de reciente aparición (Lugar Editorial).

lunes, 21 de enero de 2008

FUNDADES firma convenio con el BID


FUNDADES firma convenio con el BID

La Fundación para el Desarrollo Solidario (Fundades) firmó el 17 del presente un convenio con el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) para que los colaboradores de esa institución empiecen a reciclar papel dentro del programa “El Nuevo Papel de la Solidaridad” que tiene como objetivo brindar becas de pre-escolaridad a niños con discapacidad.Asimismo, el municipio de Jesús María fue el anfitrión del evento de relanzamiento del Sistema de Información para Personas con Discapacidad – INFODIS cuya finalidad es constituirse en una herramienta básica, interactiva y sencilla para proporcionar la mejor información para las personas que presenten alguna discapacidad.Tanto Ana María Rodríguez, representante del BID en el Perú, como Enrique Ocrospoma, alcalde de Jesús María coincidieron en indicar que las acciones por visibilizar el problema de las personas con discapacidad en el Perú aún son escasas por lo que iniciativas como las ejecutadas por Fundades son muy importantes.Gracias al programa “El Nuevo Papel de la Solidaridad” auspiciado por la empresa Kimberly Clark del Perú, 30 niños con discapacidad cuentan ya con becas integrales, sin embargo se requiere que más personas e instituciones se unan a esta loable causa, por lo que se les invita a depositar la mayor cantidad de papel posible en los contenedores azules de la campaña que se encuentran en todos los autoservicios.Y si desean contar con información oportuna sobre ofertas laborales para personas con discapacidad, lugares accesibles, hacer alguna denuncia u otro, ingrese a http://www.infodisperu.org/ o contáctese a través de la línea telefónica de consulta (2510202).Publicado 19/01/08
Publicado por taskichiyperu@yahoo.com en 19:13
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miércoles, 9 de enero de 2008

¿EXISTE LA SALUD "MENTAL"?

¿EXISTE LA SALUD "MENTAL"?

Por: Baldomero Cáceres Santa María

Psicólogo social

Publicado en Perú 21 el domingo 6 de enero de 2008

En el reciente foro convocado por el Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la Universidad Católica (Idehpucp), "Hacia un Proyecto de Ley en Salud Mental", se expusieron los lineamientos generales del tercer proyecto de ley al respecto elaborados en nuestros días, esta vez por el Grupo de Trabajo de Salud Mental (GTSM), proyecto que seguramente irá a dormir en comisiones como los anteriores. De lo cual personalmente me alegro. Los primeros, como el reciente, han sido asesorados por psiquiatras y, recordando a Clemenceau pienso que la salud es asunto demasiado serio para dejarlo en sus manos, como él pensaba – y coincido – que la guerra lo es para dejarla en manos de militares.
Mientras que hablar de "enfermedades mentales" y en contraposición de "salud mental" es parte del lenguaje común correspondiente a la impuesta teología psiquiátrica, otro es el lenguaje científico que se refiere a fenómenos, lo observable, lo que se percibe: transtornos de la conciencia y la conducta, como serían la angustia, el nerviosismo, la confusión y desorganización del pensamiento, el descontrol emocional, la depresión, la agitación, la ira, la violencia y otras manifestaciones disfuncionales para la propia realización personal y para las relaciones sociales.
La psiquiatría, en efecto, mediante la autoridad otorgada por los Estados Laicos, dogmatizó sus asertos y encerró precipitadamente en pseudocategorías diagnósticas (psicosis, neurosis, psicopatías, etcétera) síntomas diversos cuyo origen y "terapia" no conocía a ciencia cierta. Debido a tal ignorancia, pero urgidos por la práctica, los psiquiatras recurrieron y recurren a fármacos diversos, siempre con efectos secundarios indeseables y riesgos de salud por el uso acumulativo, cuando no a recursos "heroicos" como fueron las terapias populares del choque insulínico, el electroshock (al que aún hoy se sigue recurriendo impunemente), la lobotomía o su reemplazo mitigado de la cingulotomía, formas, entre otras, de domesticar a sus pacientes.
Así me parece un contradicho, dada su atención a los derechos humanos, que Idehpucp, para elaborar una ley de "salud mental", haya recurrido a quienes no parten de la realidad sino de sus propios libros para emitir consejos e imponer restricciones que a todos nos perjudica. Como las asumidas por el D.L. 22095 de 1978, conocido como Ley de Drogas, señalando al coqueo andino como una "drogadicción" o "farmacodependencia", cargo que la escuela psiquiátrica peruana no ha retirado aún hoy día y que Cedro disimula. Si los psiquiataras no entienden cabalmente las "enfermedades mentales" que crean, tratan y maltratan (y no las entienden todavía), ¿cómo van a ser los adecuados consejeros de la salud pública?
El etnocentrismo de la indisciplina médica lo llevó a difamar recursos de la medicina tradicional para superar diversos estados penosos de la existencia humana. Los opiáceos, el cañamo de la India y la coca tuvieron una amplia acogida medicinal en Estados Unidos y Europa durante el siglo XIX. Luego vino la psiquiatría, "secundum Kraepelin dixit", y se difundió el hablar de "los flagelos" (morfinismo, canabismo y cocainismo) que aspiraban a reemplazar, en el imaginario colectivo, a los verdaderos flagelos de los pueblos que son la guerra y el hambre.
Hoy bien se reconoce que buena nutrición y actividad física son requisitos del equilibrio y bienestar integral al cual debiera dedicar su interés el Ministerio de Salud, parte de la higiene pública. Hablar de salud integral debiera ser suficiente. Tema de nutricionistas, médicos y psicólogos, quienes en equipo atenderían mejor a la actual clientela psiquiátrica.
Recurrir a la autoridad de psiquiatras (rizando el rizo del absurdo, con colaboración de psicoanalistas) para atender problemas de salud pública, solo demuestra la denunciable locura pública establecida en nuestra aldea.